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Soñé con el calor de un eco
Centro cultural Plaza Fátima

Cuando una pintura nos habla, habla el tiempo, la memoria, la imaginación, el cuerpo entero; cuando una pintura nos habla, su hablar es origen fugaz, movedizo, el cuerpo inundado... Porque el hablar de una pintura no se cristaliza en palabras, mas resguarda su potencia previa al estatismo de un grafema, todavía como nodo vital en el que se conjuran las realidades del mundo, incluido el mundo mismo.


Yo tengo la sospecha, inducida por las reflexiones de Michael Taussig en torno al color, que esta particular relación de la pintura - especialmente el color- con el lenguaje se debe a que ambas comparten un sentido de involucramiento esencial: Ambas son inabarcables y por tanto afines al principio de la vida, ese al que no le podemos ver la espalda porque es puro flujo y movimiento en el intestino del mundo, y en el que nos vemos irremediablemente engullidos. Ambas resultan en última instancia inasibles y aun así capaces de soportar los muros dentro de los cuales podemos concebir su desbordamiento. El lenguaje y la pintura, he llegado a considerar, son posibilidad de metabolismo y lo que metabolizan es la vida misma y a nosotrxs en ella. Dinámica de una amalgama esencial.


En este punto, mi consideración no es meramente metafórica sino matérica. Es decir que tanto la pintura como el lenguaje, lejos de lo que nos enseñó cierta tradición retiniana, despiertan procesos del ser mucho más amplios y misteriosos que los que podemos inteligir en una semiótica del texto. Apelan al carácter vibratorio del ser en un orden de amplitudes inmensas que operan a partir de resonancias y repercusiones, como nos enseñó Bachelard y Luis ha aprehendido bien.

 

Partiendo de este punto, podemos entonces encontrar las pinturas de Luis Figueroa como ejercicios de invocación de este potencial. Consciente de la transdimensionalidad de la pintura, partiendo de lo que ésta puede propiciar, busca -y entiéndase la búsqueda como hazaña- que sus obras cobren lucidez en el traspasar fronteras; en primera y última instancia: la del adentro y el afuera -principio de individuación occidental. Así, las pinturas se comportan como ensayos de una ontología extensiva, una ontología metabólica y en fuga, cuyos límites se desdibujan en el constante esfuerzo de dar con su concepción. Nos reencontramos disgregados de vuelta a la mera presencia.


Para ello, Luis se sitúa donde pueda dejarse atravesar por el flujo. Si bien el color precede a la forma, o simplemente le es esencialmente antagónica, es en el momento que se funden el uno en la otra que se inaugura el espacio espectral de la pintura: una suerte de potencial vibratorio, cuya dinámica es absorber y devolver, permitir la entrada y retener frente a ella, como manteniéndonos en el umbral de nuestras facultades perceptuales, haciendo de nuestra situación una situación vibratoria en resonancia con los despertares que provoca, ¿parecidos acaso al sueño...? A todo esto, pienso en una frase que alguna vez leí del poeta Pierre Jean Jouvé que decía “la poesía es un alma inaugurando una forma”.


Instigado por esta potente sugerencia, quiero pensar en el color como esa alma y que en este sentido, aparece el momento crítico en que Luis se sitúa: cuando las formas se des-hacen por virtud del color, que aparece con ellas como un origen remoto y latente, cuyos tentáculos potencian su alcance, mismo que Luis decide enlazar al cuento de la infancia, cuando el color revolotea(ba) como animales hechizados y nos lleva(ba)n por el flujo de todos esos pasados presentes que hacen del presente pasados. Fantasmas de cuerpo vivo.


Cada decisión en las pinturas de Luis son la búsqueda de un origen tal. Planos de color que no son áreas sino territorios, franjas que sostienen verticales pero no son columnas sino espacio por abrir-se, motivos que no son íconos sino formas en formación. Es así como la pintura se asume como pulsión que respira y penetra la piel y se torna calor, el calor de un eco que se sueña pintando.

Manuel Sentíes

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